Estos son tiempos de cambio para las interfaces computacionales. En un principio teníamos la venerable interfaz de texto, luego vino la interfaz gráfica con su ratón y su método de hacer clic con un puntero. Pero luego vino el problema de crear una computadora ubicua y compacta, lo que hoy llamamos «teléfono inteligente». Miniaturizar la interfaz de la laptop era inviable dado el pequeño tamaño de un teléfono celular, por lo que tocaba implementar una interfaz nueva. La pantalla táctil resultó vencedora en la carrera por buscar un sistema de entrada aceptable, gracias a su flexibilidad, pero tenía el defecto de ser pequeña y admitir solamente toques; la rueda y el clic derecho del ratón, así como la función para colocar el cursor en un elemento sin activarlo, ya no eran físicamente posibles en dicha pantalla. La interfaz, por tanto, tuvo que ser rediseñada, con gestos táctiles que aprovechaban la pequeña pantalla al máximo, incluso llegando a aprovechar múltiples dedos a la vez para tareas como acercar una imagen.

La siguiente generación de entornos de escritorio está profundamente influenciada por la interfaz de los populares teléfonos inteligentes, y sus primos más amplios en dimensiones y potencia, las tabletas, que hoy día desplazan poco a poco a las tradicionales computadoras portátiles. Sin embargo, esto entraña un grave problema: los desarrolladores intentan replicar ciegamente en el escritorio la misma interfaz de las tabletas, sólo por ser popular, o quizá con la esperanza de usar una interfaz unificada en el escritorio y el mundo portátil. Dos ejemplos recientes vienen al caso: GNOME Shell y la nueva interfaz de Windows 8. Estas interfaces no toman en cuenta que muchos de los elementos de diseño que implementan se deben a las limitantes de la pantalla de un teléfono. El resultado: interfaces que requieren más movimiento del ratón y más pasos que el paradigma de escritorio, que ocultan innecesariamente opciones de uso regular (a menudo con el pretexto de simplificar la experiencia al usuario), que favorecen el uso de una sola aplicación maximizada a cambio de casi imposibilitar la interacción entre varias ventanas y, lo más importante, que reducen consistentemente las opciones para que usuarios avanzados personalicen su interacción con el sistema operativo.

Hay quienes dicen que quienes se quejan de los cambios simplemente sufren de indisposición a aprender un nuevo paradigma. Que se puede reaprender, se puede, pero eso no quita el problema de fondo: intentan meter por la fuerza un paradigma de teléfono en un sistema de escritorio para el que no fue diseñado en primer lugar. Es comprensible el querer unificar interfaces, pero la respuesta no es emparejar hacia abajo, limitando las capacidades del escritorio, sino equiparar, usando elementos comunes pero variando ligeramente la interfaz en función del tamaño de la pantalla y del sistema de entrada, como ya lo hacen KDE 4 y Enlightenment-17. ¿Es complicado? Sí. Pero muy valioso a la larga.